Es curioso que la letra distintiva del español, la que está en su propio nombre y en el de nuestro país, la ñ, sea una grafía que no existía en latín, es decir, que nos la hemos inventado.

El origen de la ñ está en la economía, en la necesidad de los copistas de la Edad Media de ahorrar esfuerzo. La secuencia nn, para abreviar, empezó a escribirse con una sola n y una virgulilla encima que la distinguía de la n propiamente dicha, y así en lugar de tener que escribir dos letras, escribían una con una pequeña rayita encima. Si entonces hubiera estado inventada la fotocopiadora, hoy la ñ no existiría.

Curiosamente la ñ ha pasado del castellano al gallego, al euskera y a muchas lenguas indígenas sudamericanas, como el quechua, el guaraní y el aimara, y también al tagalo filipino. El italiano y el francés optaron por el grupo gn para reproducir ese sonido, mientras que el portugués eligió nh y el catalán ny.

Con la revolución informática hubo un intento de eliminar la ñ, los primeros teclados de los ordenadores venían sin esa letra y hubo propuestas para volver a escribir nn o alguno de los grupos de las otras lenguas románicas, pero la flojera que nos sobreviene cuando se trata de poner puertas a tanto término inglés, se convirtió en defensa cerrada a la hora de proteger esa letra indefensa que finalmente hemos dado en señalar como la que nos identifica: la ñ es el origen del logo del Instituto Cervantes.

De cualquier forma, como ser diferente en este mundo globalizado no deja de ser un problema, los que tienen una ñ en su apellido (yo la tengo en el segundo, por suerte) sabrán de las dificultades a la hora de elegir un nombre para el correo electrónico, introducir los datos en un formulario de Internet o traspasar alguna aduana especialmente cicatera.