Dicen que los humanos somos seres sociales y sociables y estoy convencida de que lo somos, aunque también haya ocasiones en que no lo parecemos. Aprender a hablar es socializarse, aprender una lengua concreta es pasar a formar parte del grupo que la habla. El lenguaje nos hace iguales a los nuestros y diferentes de los otros.

Pero aún dentro de cada lengua existen subgrupos a los que uno pertenece, por ejemplo, según su acento: un hablante español distingue claramente por su acento si uno es andaluz, gallego o catalán, no digamos ya si el otro habla español de Argentina, Colombia o Cuba.

Y como el ser social necesita el arrope de la tribu o de los compañeros de oficio, aún hay otro tipo de lenguaje que es el argot y que, como los demás, tiene un doble objetivo: identificar a los propios y confundir a los extraños.

El argot puede ser el que identifica a un grupo social muy determinado, por ejemplo, los presos; o puede ser el propio de una actividad o profesión, que no pretende ser críptico, pero lo es en realidad, como puede ser el lenguaje del automovilismo, que habla de escudería, parrilla de salida o monoplaza. Y está también el lenguaje científico-técnico que no es que tenga una finalidad excluyente pero que resulta un galimatías para el no iniciado.

Hay circunstancias en las que un determinado argot se aprende, antes de la crisis no sabíamos lo que era la prima de riesgo, la dación en pago o las hipotecas subprime; durante la crisis, ya que todavía no hemos llegado al después, hemos aprendido el argot de la economía y casi, casi la jerga del lenguaje judicial, que dicho sea de paso, a mi se me resiste todavía porque ¿qué significará esto?: «Se plantea por la parte demandada dos excepciones: Falta el litis consorcio pasivo necesario y la falta de representación del firmante por baja». Pues eso, un galimatías.