Ayer, mientras acudía distraidamente a una cita, la felicidad me encontró en la calle y me dejó perpleja. Palabras como crisis, Bárcenas, corrupción y espionaje salieron corriendo como cucarachas cuando enciendes la luz. Era una tarde de viernes en la que se respiraba ese aire de fiesta de las vísperas. Había dejado de llover después de 37 días con sus 37 noches, y a las seis y media las calles empezaban a llenarse de gente con ganas de solaz.

Sentado en el banco de una calle peatonal había un músico, guitarra en mano cantaba sin mucho entusiasmo. Ni él ni yo contábamos con la espontaneidad y la alegría de la juventud en estado puro. Una cuadrilla de chicas que rondarían los 14 años estaba sentada en un banco contiguo, les llegaron los acordes de una canción que les gustaba y ni cortas ni perezosas, se pusieron de pie y se arrancaron a cantar, en un coro improvisado y feliz. Eran cuatro, pantalones ajustados, melenas largas y toda la vida por delante. Se fueron animando ellas solas, lo que al principio fue un tímido coro a unos metros de distancia, se fue acercando al músico que no salía de su estupor; agarradas por la cintura o los hombros se movían rítmicamente y tan pronto cantaban como reían. Se las veía felices compartiendo amistad y alborozo en un momento mágico que quizá no volvieran a vivir en muchos años, aunque ellas eso no lo podían saber.

Me quedé en una esquina fascinada ante tanta felicidad improvisada, el músico cantaba y sonreía también y la gente se iba parando atraída por la escena. Me fui fijando en las caras de los paseantes para descubrir la misma sonrisa tonta e incrédula que debía tener yo en la cara.

Qué tiene esto que ver con el lenguaje, no les puedo decir, más bien creo que nada, pero quería compartirlo con ustedes.