El infortunio de la hache comenzó en el siglo XVII cuando los habitantes de Burgos dejaron de pronunciar la h de hierro. En Toledo todavía se respetaba la huella genética de esta letra con una cierta aspiración de sonido que aún hoy se mantiene en algunas palabras del habla andaluza o mexicana, como por ejemplo en «estoy harto», (jarto) o «cante hondo», (jondo).

En 1739 se publicaron los seis volúmenes del primer diccionario académico español, llamado Diccionario de Autoridades y esto supuso la desaparición de las haches de philosophia, orthografía o patriarcha. Las palabras de este primer diccionario oficial quisieron ser herederas del latín, todavía un idioma de prestigio y de cultura pese a haberse celebrado ya sus honras fúnebres, y por eso las voces de aquel léxico conservaron letras que no se pronunciaban, como las haches iniciales y algunas intercaladas.

«Nuestra ortografía, como todas, resulta del enfrentamiento de tendencias difícilmente conciliables, y se ha fijado sin fidelidad absoluta ni a la fonética ni al latín», decía el gran Fernando Lázaro Carreter intentando explicar el aparente anarquismo de nuestra ortografía.

¿Por qué conservar una letra que no se pronuncia? Porque en las letras de una palabra a menudo sobreviven los genes de una idea. Gracias a ellas nuestra intuición de hablantes puede relacionar vocablos y conceptos entre sí, y precisamente observar cómo ha evolucionado nuestra lengua en su camino a través de los siglos.

¿Cómo saber si no que aferrar viene de hierro? Se acuñó aferrar (a+ferro) porque significaba «sujetar con hierros o anclas en el abordaje», es decir, con fuerza, de donde aferrar significa «agarrar o asir fuertemente».