Dicen que algunos autores no leen libros sino diccionarios y también dicen que hay quien sólo lee enciclopedias. Supongo que esto sería antes de existir Wikipedia porque ahora me parece bastante incómodo eso de ir enlazando artículo con artículo en la pantalla.

Tengo para mi que estas personas deben ser reconocidas como los mayores amantes del lenguaje porque ¿cómo si no podrían dedicar su afán y su tiempo libre a leer palabras y sus significados? Cuentan que Flaubert lo hacía persiguiendo le mot juste y que Emily Dickinson devoraba diccionarios sin ningún objetivo ni finalidad, sólo por el puro placer de hacerlo.

Imagino que María Moliner a la pasión por la palabra exacta le añadía el deseo de crear, y emprendió la titánica tarea que culminó en los dos tomos de su Diccionario de Uso del Español que reposan en mi estantería. Cuando por fin pude comprarlos, después de ahorrar como una hormiguita, me sentí más feliz que con unos zapatos nuevos y una bicicleta a la vez, y pensé que ya podía considerarme una filóloga.

Ahora los dos tomos están manoseados tras mil consultas, ambas portadas lucen remiendos con celo y sigo acudiendo a ellos cada dos por tres. Comparten uso y abuso con el Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana de Joan Corominas, en cuyas páginas también se me puede encontrar demorada y feliciana.

Si dicen que en general a todos nos gusta ser quienes somos, a mi, qué quieren, me hubiera encantado ser María Moliner. Rara que es una.