Hay algunas ideas universales de las que todos somos cautivos. Una de ellas es, por ejemplo, que la potencialidad de una lengua está en proporción directa a la riqueza de la nación que la cobija. Pensemos en el inglés y en el quechua, es evidente que el inglés se desarrolla de la mano de la riqueza y pujanza de Inglaterra y Estados Unidos, mientras el quechua queda atrapado en una región sudamericana.

Pero como también es cierto que la excepción confirma la regla, esta idea se desvanece si pensamos en el caso del japonés. El japonés es una lengua que no se ha extendido en consonancia con la potencia económica, comercial y tecnológica que ha sido Japón.

Hubo un japonés, un tal Arinori Mori, que tras estudiar en Occidente, al volver a su patria recomendó a los japoneses que aprendieran inglés, se deshicieran del silabario nipón y se olvidaran del japonés, porque un idioma tan distinto y reducido a las cuatro paredes de sus islas, solo les iba a traer desventajas.

Esto sucedía en los albores del siglo XX cuando Japón no era todavía la potencia económica que fue años más tarde. Pero a Arinori Mori no le faltaba razón si enfocamos la cuestión desde el sentido común. Si contemplamos la situación desde la perspectiva de una lengua que va perdiendo terreno, incapaz de transmitir los conocimientos del mundo moderno, apostar por el caballo ganador que era el inglés no parece una idea tan descabellada.

Arinori Mori no solo fue tachado de antijaponés, sino que pagó con su vida sus ideas: murió asesinado por un ultranacionalista en 1903. Y es que la lengua, como ya hemos visto en otras ocasiones, es un elemento identitario que algunos defienden a muerte.