«Llegué al colegio cargada de timideces y torpezas. No tardé en darme cuenta de que hablaba un italiano libresco rayano a veces en el ridículo, especialmente cuando, en mitad de un período en exceso cuidado, me faltaba una palabra y llenaba el hueco italianizando un término dialectal; hice un esfuerzo por corregirme (…) En cierta ocasión cuando a una muchacha de Roma le pregunté algo que ahora no recuerdo, contestó parodiando mi acento y todas se echaron a reír. Me sentí herida, pero reaccioné riendo y acentuando el dejo dialectal como si estuviese burlándome alegremente de mí misma.»

Elena Ferrante: Un mal nombre.