Recientemente he tenido la oportunidad de visitar la mansión-finca-plantación del séptimo presidente de los Estados Unidos, Andrew Jackson. El tour que se ofrece, y que muestra bien poca complacencia hacia el presidente, explica que en 1828 este ordenó el traslado de las tribus indias del Este con el fin de entregar sus propiedades y sus tierras a los blancos. Los indios fueron obligados a partir sin más propiedad ni recurso que las ropas que llevaban puestas y el camino recorrido (2.200 millas a lo largo de nueve estados) fue tan terrible que hoy es conocido con el nombre de Trail of Tears, «Sendero de lágrimas».

Los supervivientes se instalaron en Oklahoma, crearon escuelas y allí siguieron utilizando su lengua, en gran parte, gracias a que en 1821, Sequoyah, un cherokee mestizo, inventó un silabario con el que poder escribir su lengua, pues había observado la ventaja de poseer algo semejante a lo que permitía a los blancos guardar en papeles las cosas que decían.

En un arduo trabajo que le llevó varios años desarrolló un silabario de 84 signos y tuvo tanto éxito que entre 1821 y 1861 se publicaron casi 14 millones de páginas en lengua cherokee.

¿Qué paso con el cherokee?, se preguntarán ustedes, pues que estalló la guerra, los indios optaron por el bando perdedor y la derrota significó el fin de la autonomía cherokee y con ella el fin de las escuelas y de la enseñanza de la lengua. Hoy en día solo un ocho por ciento de los indios cherokees que viven en las reservas conoce su lengua.