Que los hablantes nos aferramos a la ortografía es cosa bien curiosa y casi podríamos decir que es algo que se acentúa con la edad. No pocos de nosotros hemos renegado de niños a cuenta de la ge y la jota, argumentando impotentes que para qué dos letras distintas si «jeringa» y «geriátrico» suenan igual. ¿Y la b y la v? ¿Y la hache, que «no sirve para nada», qué me dicen de la hache? Pero luego crecemos y les vamos cogiendo cariño y cuando la Academia viene a simplificarnos la vida diciendo que vale, que no hace falta que le pongamos el acento a «solo» en ningún caso, nos rebelamos y decimos que le vamos a seguir poniendo el acento como hasta ahora, diga lo que diga la Academia. Así somos, sí.

Sin embargo, cuando se trata de la ortografía de otro idioma, sobre todo si pretendemos aprenderlo, la cosa cambia. ¿Qué me dicen del francés?, ¿tres acentos? ¡Por Dios, qué locura! ¡qué atraso! Aunque los franceses hicieron un intento de cambiar su ortografía en 1990 y tuvieron que dar marcha atrás por la gran oposición que suscitó ese intento «¿Qué interés tiene simplificar la ortografía so pretexto de que unos jóvenes cretinos son rebeldes a su aprendizaje?», clamaba un famoso editorialista francés.

Está claro que todos le cogemos cariño a la ortografía, cada uno a la suya, por supuesto.