Cuando las personas hablamos damos rodeos, disimulamos mucho, nos andamos por las ramas, titubeamos y adoptamos variadas formas de vaguedad y segundo sentido. Todos lo hacemos y esperamos que los otros también lo hagan, pero al mismo tiempo admitimos que añoramos hablar sin rodeos, que la gente vaya al grano y diga lo que quiera.

Tal hipocresía es un universal humano. Hasta en las sociedades más francas, las personas no se limitan a expresar lo que quieren decir sino que ocultan sus intenciones con diversas formas de cortesía, evasión y eufemismo. En una reunión con el objetivo de recaudar fondos, se espera que haya un cartel que diga: «Contamos contigo para sacar adelante el comedor infantil» y no, «Pon dinero».

 El doble lenguaje es algo que todos usamos y todos conocemos. Todos, excepto los niños, que antes de conocer las convenciones sociales, les dan a las palabras su valor real. Uno de mis hijos, tendría tres o cuatro años, le preguntó a una persona en el ascensor: «Y tú, ¿por qué eres negro?» y se quedó tan pancho mientras al ciudadano negro le daba la risa (por suerte) y yo no sabía dónde meterme.