«Desde hace más de treinta años, y como una golosina, tiene por costumbre mi madre, siempre que la ocasión lo permite y se lo habilitan las circunstancias, enviarnos desde León lo que acaso hacen allí mejor que en ninguna otra parte del mundo: pan, dos o tres de aquellas hogazas que son al pasado, al mío al menos, lo que todas las magdalenas francesas a la memoria del tiempo ido. Como la conservación de algo tan efímero es importante, evitando en lo posible que se ponga blando en exceso, o duro, o correoso, procura rodear tales envíos de cuidados y apaños extraordinarios. Para envolver las hogazas suele echar mano de una quilma o costalillo, que ella misma suele confeccionar aprovechando viejas sábanas de un lino que sembró su abuelo e hiló y tejió su madre, y sólo cuando empezó a considerar que ya no daría a aquellas sábanas, demasiado ásperas y bastas, el uso para el que fueron confeccionadas hace más de cien años. Y recuerdo aún la primera vez que me regaló esa palabra infrecuente, quilma, que me supo tanto o mejor que el pan que ella arropaba, arrojando su luz sobre otra que de todos modos usábamos con mucha más frecuencia: esquilmar, que en origen viene de quima, rama, y significa menoscabar o agotar los frutos que nos han sido entregados, pero que debería proceder de quilma, que es el cuerno de la abundancia de los pobres y vagamundos.»

Andrés Trapiello: El arca de las palabras