Nacemos con ganas de aprender a hablar. El lenguaje se cuela a través del oído y repica en nuestro cerebro. Valentina, seis meses, tiene los ojos intensos y la sonrisa fácil. Si le hablas se queda mirando fijamente, sus ojos en los tuyos, prendida de sonidos y palabras que todavía no entiende pero que se van colando en su hemisferio izquierdo, el que alberga el lenguaje. Si ahora hubiera que extirparle la zona del lenguaje, su cerebro crearía otra en el hemisferio derecho, tan plástico es este órgano y tan importante la capacidad lingüística que el cuerpo humano tiene esta posibilidad. Ojalá se extendiera más allá del año de vida.

Valentina se concentra en las palabras y, dedicando a tu voz una atención exclusiva, te devuelve una sonrisa en justa correspondencia a lo feliz que le hace oírte hablar. Se la ve recurrir a su garganta e intentar reproducir algún sonido, repetir lo que oye, pero todavía le falta entrenamiento. A nosotros no nos importa que nos entienda o no, seguiremos hablándole, no porque pensemos que hay que enseñarle a hablar, sino porque aparte de que disfrutamos haciéndolo, la sonrisa que nos devuelve hará que queramos volver a por más.