Hacía mucho tiempo que no me paraba un gendarme. Ha sido a la salida de un peaje en dirección a París. Cuando, convencida de la poca peligrosidad de mi apariencia, me disponía a pisar el acelerador, un gendarme alto y compacto ha extendido delante del coche una madera en la que se leía «stop» y me ha hecho parar. Me ha hecho gracia que me considerara una amenaza.

«Parlez vous français?», me ha dicho. «Oui, un peu», le he respondido. Y a partir de ahí ha querido saber de dónde venía y a dónde iba, y por qué y con qué objeto y cuándo iba a volver. Parecía un esposo celoso. Mientras, no dejaba de mirar el interior del coche. Las preguntas rápidas, disparadas sin darme tiempo a pensar. Casi por primera vez, me ha mirado a los ojos y me ha dicho lo último que yo podía esperar: «Merci pour le français», y me ha parecido tan extraño y tan sincero que a punto he estado de bajarme del coche y quedarme un ratito allí, con él, pegando la hebra en el idioma de Molière.