El tío al que alude la palabra fue, según las crónicas, Esteban Fernández, propietario de una de esas atracciones, fallecido en Madrid el 17 de julio de 1834 a causa del cólera. Se cuenta -de modo muy poco verosímil- que cuando le llevaban al cementerio, ante el asombro y espanto del cortejo fúnebre, el cadáver de don Esteban que, en realidad, había sufrido un ataque de catalepsia, levantó la tapa del ataúd, tiró al suelo el sudario y echó a correr gritando: «¡Vivo! ¡Estoy vivo!». El episodio le valió, merecidamente, el apodo Tío Vivo. La gente, enterada del prodigio, acudía en masa a su atracción ferial para verle de cerca, lo que le supuso pingües beneficios. El apodo pasó después a sus descendientes y, andando el tiempo, dio nombre al propio artilugio.

Según Iribarren en El porqué de los dichos, la primera noticia que se tiene de esta atracción de feria, aunque con otro nombre, se remonta al 17 de abrirl de 1812 cuando el Ayuntamiento de Vitoria autorizó a un francés de nombre Sebastiani a instalar en dicha ciudad un circo de cuatro caballos de madera -es decir, unos caballitos- movidos por una rueda.

Es una historia preciosa para contar a los niños cuando les llevemos al tiovivo o a los caballitos, ¿no creen? A lo mejor hasta se empiezan a aficionar a la etimología.