Cuando llegó la modista eran las cuatro y media de la tarde. De una gran bolsa, fue sacando retales de tela. Madre quería que le hiciera un vestido, uno estampado había dicho, ligero, ¿quizás una batista? No, esa tela tenía muy poco cuerpo, el satén y el raso quedaban descartados pues no le parecían apropiados, la organza y la muselina eran demasiado tiesas… ¿Qué me has traído Olga? Y Olga extendía en la larga mesa del comedor una tela estampada en verdes que parecía de algodón, otra con pequeñas florecillas que debía ser seda, la tercera tenía un poco más de cuerpo, muy elegante, sin duda era un crepé. Había también un tafetán precioso y una gasa perfecta para una blusa. Madre los miraba con la ilusión bailándole en los ojos.

Las visitas de Olga tenían lugar cada primavera y cada otoño. Con el cambio de estación, madre encargaba a su modista, más querida que el médico, algo nuevo. En otoño el panorama de la mesa cambiaba por completo. Se desplegaban telas gruesas, como la lana, la franela, la gabardina, el elegante tweed, la pana…

De las hábiles manos de Olga lo mismo salía un abrigo de loden para padre que un camisón de percal para mi hermana mayor. Madre decía que no podría vivir sin ella y a nosotras nos fascinaba ver salir de su bolsa esos tejidos maravillosos.

Cuando llegó el tergal fue una revolución, pues no necesitaba ser planchado. Cuando llegó el prêt a porter se fueron espaciando las visitas de Olga. Madre salía de compras y volvía a casa con un vestido de piqué, un traje de lino o un pijama de popelina.

Un día, mi hermana Alexandra y yo comprendimos que Olga no iba a venir más y nos prometimos a nosotras mismas que nunca olvidaríamos los nombres de las telas que tantas veces había desplegado ante nosotras, porque conservar las palabras era recordar aquellas tardes de ensueño y, sobre todo, las manos mágicas de Olga.