Vio en la televisión a una mujer joven abrazando a su hermano, cerraba los brazos en torno a su cuello y lloraba, la cabeza hundida en el hueco de su hombro, fundidos los dos en un abrazo eterno, ajenos a todo lo que les rodeaba. Estaban en la pista de un aeropuerto, cerca de las escalerillas del avión que le había traído a él, junto con otros dos compañeros, de un largo secuestro. Eran periodistas y habían estado retenidos en Siria casi un año.
Cuántas veces habría soñado ella con volver a abrazar al compañero de su infancia, al aliado de su adolescencia, al cómplice de sus secretos, el que siempre sería su amigo más querido. Y, ella, la que veía la televisión, recordó cuántas veces había imaginado un abrazo semejante, enterrar la cabeza en el hombro de su hermano y olvidar por fin cuánto le había echado en falta. Envidió a la joven de la pantalla porque entre ella y su hermano ese abrazo ya nunca se produciría.
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