Angelika está exiliada en Bulgaria junto con su familia huyendo del nazismo. Cuando los soldados alemanes invaden Bulgaria, sentimientos encontrados confluyen en ella, por un lado siente que ellos son el escenario de su infancia, sus compatriotas, y por otro, sabe que son el enemigo, aquellos de los que se tiene que esconder. Y por encima de todo, está la lengua, esa lengua que lleva tanto tiempo sin escuchar.

«Los soldados alemanes me ponían en un dilema terrible. No podía, ni queriendo (y lo quería), odiarlos. Me atraían de forma irresistible, no como soldados alemanes del presente, sino como personas alemanas del pasado. Tenían esas caras claras sin la sombra negra en las mejillas, parecían recién lavados y, sobre todo, hablaban alemán. Cuando andaba muy cerca detrás de ellos, captaba expresiones que no había oído en mucho tiempo. Pero también frases absolutamente corrientes como «Ay, Fritz, ¡cuánto me apetecería tomar ahora una cerveza alemana de verdad!» tenían resonancias excitantes para mí. Nada ansiaba con mayor anhelo que hablarles, decirles que yo también era de Alemania y que el alemán era mi lengua materna».

Angelika Schrobsdorff: Tú no eres como otras madres