En el ámbito del lenguaje abundan las posiciones que defienden la autoridad y la tradición. No se puede permitir un anglicismo más, no debemos utilizar esos neologismos horrorosos (por ejemplo, poligonero, choni…), la forma de hablar de los andaluces es un espanto… y así hasta donde ustedes quieran. Como en todo, el secreto está en el sentido común, en el equilibrio. Por supuesto que el idioma tiene unas normas que debemos seguir, de lo contrario no nos entenderíamos, pero si todos comprendemos lo que significan blogger o Brexit, ¿por qué no aceptar esos términos como afortunados?

Son unos cuantos los que ponen el grito en el cielo y alertan del mal uso que hacemos del idioma, del empobrecimiento galopante del castellano y de lo descuidados que somos como hablantes, pero ¿acaso no pensarían lo mismo cuando se introdujo el término «whisky»?, ¿ahora se nos ocurriría relegarlo por proceder del inglés? Yo apostaría que no.

La lengua no es un don divino que hemos pervertido con nuestro mal uso, porque la lengua es mucho más que corrección y normas. La lengua nos pertenece, es nuestra, no nos la ha prestado nadie. Cierto que tenemos que ajustarnos a unas reglas para entendernos, pero conviene recordar que, al fin y al cabo, la lengua es una creación colectiva que hacemos todos los hablantes cada día y posiblemente sea una de las obras más democráticas y fascinantes que los humanos hemos construido.