Hace poco, en un viaje en avión, vi a un niño pequeño (8 años concretamente) embebido en un libro. Su padre, que viajaba a su lado, también iba leyendo. Y me vi a mí misma, escondida debajo de la escalera leyendo un libro. A veces pienso que me gusta tanto leer porque cuando era una niña, leer le parecía a mi madre una pérdida de tiempo, era como si hubiera leído «El Quijote» y pensara que los libros me iban a hacer perder la cabeza.

A mí, sin embargo, los libros me mostraban mundos fascinantes que me transportaban a una realidad mágica. Leer es como tener otra vida, trasladarte a otro país, vivir en otra familia, descubrir otra forma de sentir. Algunos libros, como «El diario de Ana Frank», supusieron un antes y un después para mí. La voz de la pequeña Ana me enfrentó a la guerra, a la discriminación, la crueldad y la miseria. Y más allá del libro, Ana Frank y su vida siguieron dando vueltas en mi cabeza mucho tiempo.

Cuando de mayor pude estudiar e iba a la biblioteca, me embargaba una sensación extraordinaria, una mezcla de excitación e impaciencia, convencida de que algo decisivo iba a suceder. Estaba en un sitio mágico, otrora ajeno, un lugar que no me correspondía y que había arrebatado al destino. No quería estar en ningún otro sitio, allí, sentada en el silencio y arropada por una soledad escogida, leí «La Metamorfosis» de Kafka, los «Diálogos» de Platón o «El Profeta» de Khalil Gibrán. Tenía 25 años y sabía que esos libros me abrían mundos a los que de otra forma nunca tendría acceso.

Y así accedí al universo de los que sabían todas las palabras, metafísica, estructuralismo, dialéctica… dejaron de ser un galimatías para mí. En una biblioteca he tenido la sensación de no necesitar nada más en el mundo y de que, pasara lo que pasara, siempre encontraría refugio en un libro.