«-¿De qué hablarán esas dos todo el rato, si puede saberse? -le preguntó la señora Sacher a su marido mientras desayunaban.

Al otro lado del comedor, techado con paja y abierto al mar, las hermanas hablaban y hablaban, olvidándose de la papaya, de los huevos rancheros. Más tarde paseaban por la orilla del mar con las cabezas muy juntas. Hablando, hablando. Las olas las pillaban desprevenidas, las empapaban, y ellas se reían. La más joven a menudo lloraba… La mayor la dejaba llorar, consolándola, le daba un pañuelo. Cuando el llanto pasaba, empezaban a hablar de nuevo. No parecía insensible, la mayor, pero ella nunca lloraba.

Los demás huéspedes del hotel sentados en el comedor y en las hamacas de la playa solían estar callados, y de vez en cuando hacían un comentario sobre el espléndido día, el mar azul turquesa, o les decían a sus hijos que se sentaran erguidos. La pareja de luna de miel se hablaba en susurros y bromeaba, se daban el uno al otro trocitos de melón, pero por lo general se quedaban en silencio, mirándose a los ojos, embelesados en sus manos. Las parejas mayores tomaban café y leían o hacían crucigramas. Sus conversaciones eran breves, monosilábicas. La gente bien avenida hablaba tan poco como la que destilaba rencor o aburrimiento; era el ritmo de sus palabras lo que cambiaba, como el vaivén perezoso de una pelota de tenis o los rápidos manotazos para espantar una mosca.»

Lucia Berlin: Manual para mujeres de la limpieza