Mis lectores están acostumbrados a que de vez en cuando una haga de su capa un sayo y escriba en este blog de algo que no tiene nada que ver con el lenguaje. Hoy les voy a contar un paseo, nada más y todo eso.

El mar en Zarautz es abierto, amenazador, siembre bravo y con olas anchas que hacen las delicias de los surfistas. Paseábamos tranquilos junto a las terrazas vacías, los ojos llenos de mar, la bruma flotando en el horizonte, la gente todavía de sobremesa. Cuántas cosas hace uno sin darse cuenta del gran privilegio que encierran.

Cuando Iván estuvo ingresado en el hospital y pasábamos las mañanas y las tardes y las noches a su lado en aquella habitación blanca, fuera del mundo, soñábamos con sentarnos en el bar de abajo de casa y tomar allí los tres un refresco. Eso nos parecía un placer de dioses, algo inalcanzable que tenía el aspecto de la felicidad. Luego, cuando uno puede hacerlo cualquier día, le parece estar viviendo una rutina aburrida.

Y así, con esos pensamientos bullendo en la cabeza, hemos sentido que el paseo era un regalo de la vida y hemos recorrido el malecón hacia un lado y hacia el otro, ahora con el ratón de Getaria frente a nosotros y ahora con el castillo-restaurante de Karlos Arguiñano al fondo. Y aún hemos dado otra vuelta más porque nos hemos dado cuenta a tiempo de que estábamos viviendo una tarde que era un regalo que nos hacía la vida y queríamos alargarla un poco más.