A veces uno espera la tristeza, sabe que vendrá después de la despedida en el aeropuerto, está preparado, como se prepara al brusco descenso en la noria, o al pinchazo del médico. Pero otras veces nos pilla desprevenidos, llega como con desgana y se cuela muy dentro, se va apoderando de cada rincón hasta instalarse en el centro del pecho. Allí nos roba el aire y nos deja exangües. Uno creería que va a morir de aflicción. Pero no se muere. La herida duele como duele la noche en invierno, pero no mata.

Mi herida es añoranza y soledad, es sensación de perdida ante la partida del hijo y una se extraña, a qué viene esto ahora, como si fuera la primera vez…, y se riñe a sí misma. Ya sabías que se tenía que marchar, allí está mejor, no seas egoísta, lo bueno es que él sea feliz. Y sí, sí, afirma una con la cabeza, es verdad, eso es lo que tengo que pensar, pero igualmente los ojos se humedecen y el ahogo aprieta en el pecho. Duele estar lejos de lo que tanto quieres, no pasar más tiempo cerca, no hacer cosas tontas como ir a Zara o decirle que se pase a por un trozo de bizcocho.

Y es que las cosas tontas son las que escriben la historia de nuestra vida. Y la vida se pasa, se va pasando.