A veces uno espera la tristeza, sabe que vendrá después de la despedida en el aeropuerto, está preparado, como se prepara al brusco descenso en la noria, o al pinchazo del médico. Pero otras veces nos pilla desprevenidos, llega como con desgana y se cuela muy dentro, se va apoderando de cada rincón hasta instalarse en el centro del pecho. Allí nos roba el aire y nos deja exangües. Uno creería que va a morir de aflicción. Pero no se muere. La herida duele como duele la noche en invierno, pero no mata.
Mi herida es añoranza y soledad, es sensación de perdida ante la partida del hijo y una se extraña, a qué viene esto ahora, como si fuera la primera vez…, y se riñe a sí misma. Ya sabías que se tenía que marchar, allí está mejor, no seas egoísta, lo bueno es que él sea feliz. Y sí, sí, afirma una con la cabeza, es verdad, eso es lo que tengo que pensar, pero igualmente los ojos se humedecen y el ahogo aprieta en el pecho. Duele estar lejos de lo que tanto quieres, no pasar más tiempo cerca, no hacer cosas tontas como ir a Zara o decirle que se pase a por un trozo de bizcocho.
Y es que las cosas tontas son las que escriben la historia de nuestra vida. Y la vida se pasa, se va pasando.
Comentarios
Una reflexión sincera sobre lo que sentimos pese a no ser lo que «debemos»sentir. Precioso y triste a la vez. Esas heridas escuecen como una herida al meter la mano en agua con sal: no te matan pero te avisan de que aún sigues con vida.
Un abrazo
Sí, esto de estar vivo tiene sus pegas ;).
Gracias por la comprensión.
Un abrazo.
Tan contradictorio lo que siente el corazón y lo que la cabeza opina que debe sentir éste.Las cosas tontas que son la vida misma…
Qué bien expresada esa sensacion que todas hemos sentido.
Gracias, Maite. A veces es un asco esto de ser madre 😉