Es curiosa la necesidad que tenemos los humanos de comunicarnos. Me refiero a esas circunstancias en las que una persona arriesga su vida por escribir lo que está viviendo, como hicieron, por ejemplo, Alexander Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag o Primo Levi en Si esto es un hombre.
Primo Levi cuenta que en el campo de concentración de Auschwitz empezó a escribir en papelitos que destruía rápidamente porque si los descubrían sería ahorcado. ¿Por qué arriesgaba así su vida? Quizás porque precisamente contarlo era la razón para continuar viviendo en el horror, porque si se abandona la palabra se abandona la esperanza.
Los campos de concentración nazis buscaban la conversión de los judios en «no hombres» para que así estuviera justificada su muerte en masa. Estaban recluidos como animales, sin comida, bebida, ni intimidad, el cabello afeitado, el tatuaje del número que serían en adelante… todo estaba encaminado a suprimir su identidad como hombres y mujeres.
La necesidad de algunos prisioneros de hablar y escribir, de contar, en resumen, nace de su afirmación como personas. El lenguaje, la palabra nos hace personas. La escritura tiene también una función de testigo, esto que escribo quedará dicho y otros lo sabrán. La palabra escrita es una poderosa forma de resistencia.
Victor Klemperer, filólogo alemán y judio, escribe en las primeras páginas de su obra LTI. Apuntes de un filólogo:
«En aquellos años, mis diarios me servían una y otra vez de balancín, sin el cual habría caído cientos de veces. En las horas de soledad y desesperanza, en la infinita monotonía de los trabajos absolutamente mecánicos en la fábrica, junto a las camas de los enfermos y moribundos, junto a las tumbas, en los momentos de apuro o de suma humillación o cuando el corazón ya no podía más físicamente, siempre me ayudaba esta exigencia que me planteaba a mí mismo: observa, analiza, guarda en la memoria lo que ocurre, mañana será diferente, mañana lo percibirás de otra manera; escríbelo tal como es y se manifiesta en el momento».
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