Era una mesa grande donde siempre se sentaban juntas cinco parejas, nadie tendría menos de 75 años. El más grandullón era el líder, hablaba pausadamente y todos le escuchaban, la única que le llevaba la contraria era su mujer. Les veíamos desayunar y comer y cenar en aquel comedor grande y lleno. Cómo habrán hecho para ser amigos tan mayores, me preguntaba yo. ¿Serán del mismo pueblo? ¿Quizás son amigos desde jóvenes? 

Esta mañana una de las mujeres ha bajado a desayunar nerviosa y atribulada. Su marido se había puesto enfermo, está con fiebre -decía-, por lo menos tiene 38 grados y es que ya con estas edades hay que tener cuidado. ¡Ay, qué noche!, que bajé a recepción y no sabían qué hacer y me decían que tampoco era como para llamar a la ambulancia. He llamado a los hijos, van a venir a las 12 y nos vamos con ellos porque así no vamos a estar, que no es plan…

Ella se iba animando mientras lo contaba sabedora de la expectación que había suscitado. La tristeza que traía pintada en el rostro se ha transformado en vivacidad, ha olvidado el desamparo de su habitación y se siente confortada por ese auditorio suspendido de sus palabras. 

Unos minutos después ríe sorprendida, ha descubierto que una de las mujeres llora despacio, grandes lagrimones corriendo por su cara, y ella la abraza y ríe contenta ante tamaña solidaridad, «no llores, tonta, pero, bueno, a quién se le ocurre, no llores» le dice mientras la abraza. Y la atención de todos y la empatía de esta mujer han cambiado su ánimo y de necesitar consuelo ha pasado a ofrecerlo. Así somos.