Un plan especial que me gustaba hacer cuando apenas tenía tiempo libre era irme de librerías. Hablo de librerías donde merodear, salsear, pasar un buen rato… En Madrid, hace muchos años, alucinaba con la Casa del Libro y en París quedé fascinada con la Fnac, una librería enorme, con pasillos y secciones de lo más diversas, y sobre todo, con sillones donde te podías sentar y leer, hasta en el suelo te podías sentar y nadie te decía nada.

En Donosti había una librería, la Internacional, en la calle Churruca, de la que un día me echaron por mirar sin comprar nada, así que se pueden hacer idea de lo que a mí en aquellos tiempos me asombraban las librerías en las que nadie se preocupaba de lo que hacías o del tiempo que pasabas en ellas.

Llevé a mi hijo mayor a una librería antes incluso de que supiera andar, no por ningún propósito educativo, sino porque al ir yo, pues me lo llevaba puesto. Cuando él tenía unos 4 o 5 años solíamos ir a Lagun, en la Plaza de la Constitución, pues allí tenían una habitación pequeñita en la que todo eran libros para niños, él remoloneaba por allí y yo por el otro lado. Nuestro trato era que podía escoger el libro que quisiera y yo se lo compraba. Comprar libros nunca me ha parecido un lujo, en términos contables esa compra ha sido para mí una inversión, nunca un gasto. Supongo que todos tenemos algo en lo que nos parece justo y apropiado gastar el dinero y para mí eran los libros.

Hasta mi hijo pequeño, que nunca ha podido estar cinco minutos quieto, se aficionó a ir de librerías, yo le compraba un libro y él se preocupaba de que fuera de fútbol o tuviera muchos «santos». Una de las librerías a las que solía ir con mis hijos, Bilintx, tiene ahora un rincón precioso para niños, con un globo en cuya cestita se pueden sentar a leer y una maquina de tren en la que viajar doblemente. No suelo querer ni mirar cuando voy porque me pongo melancólica. Pero ir de librerías sigue siendo un plan perfecto para mí.