Circulan en grupo por la calle San Martín una mañana de domingo. Habrán hecho sus buenos kilómetros y ahora charlan cansados y contentos a la vez. Serán unos 8 o 10, con maillots de invierno, protectores encima de las zapatillas, culotes largos y guantes. En la bici se pasa frío si no vas bien abrigado. Uno de ellos tuerce hacia la calle Urbieta, en la misma dirección que yo, y ambos nos paramos en el semáforo en rojo. Es del Club Ciclista Donostiarra y lleva el mismo maillot con el que murió mi hermano. Le miro y no puedo evitar pensar que podría ser él, es alto, delgado y tiene un aire distraído y ensimismado como el de mi hermano.

Y más de veinte años después le vuelvo a echar en falta con violencia. Nada fue igual después de aquel viernes. Nunca más gracias a la vida que me ha dado tanto. Era mi hermano y mi amigo y mi cómplice. El compañero de mi niñez, el protegido de mi juventud. La que yo era con él desapareció aquel día, ya nunca más fui hermana, nunca más su sonrisa, ya no hay recuerdos compartidos. No viste crecer a mis hijos ni morir a tus padres. Y sigue siendo tu cumpleaños y el mío pero tú ya no llamas nunca.

Hay unos versos de Miguel Hernández que me vienen a la cabeza cuando como hoy te recuerdo intensamente: «Ausencia en todo siento:/ ausencia, ausencia, ausencia».