Deberíamos poder cerrar los oídos así como cerramos los ojos. Voy en autobús y escucho a un par de mujeres que van sentadas detrás de mí. Una de ellas cuenta que su hijo se tiene que ir del piso en el que vive porque el casero está harto de los cinco perros que sus amigos tienen.  Se va a ir a la habitación que tiene alquilada uno que conoce, dice que allí ya se apañarán los dos, aunque no puede ir antes de las 12 porque es cuando el otro sale de trabajar. Este amigo tiene una niña de 9 meses, no te lo pierdas, ahora, no me preguntes dónde está la niña, me imagino que con su madre, pero prefiero no saber. El otro día me contaba de otro que tiene el ordenador lleno de porno, no sé cuántos terabites me dijo, que yo me pierdo con esas cifras, pero mira, es que prefiero no saber porque se me queda mal cuerpo.

Su amiga le pregunta por el gallego y la colombiana, qué van a hacer ellos, y la mujer explica que no se pueden quedar en el piso que habían apalabrado porque no habían hablado de los cinco perros, así que en el último momento se han tenido que quedar en la calle, sus enseres en el camión de un transportista que amenaza con tirar las cajas al río. Me ha dicho mi hijo que han dormido en un cajero, menos mal que esta noche no ha hecho tanto frío.

Me vuelvo con discreción y veo una mujer que mira distraída la calle mientras habla como si no fuera con ella, y me acuerdo de mi tía Aurelia y aquello de «que Dios no nos dé tanto como somos capaces de soportar» que solía decir con la sabiduría de quien ha vivido una guerra.