Asombrada todavía por la espectacular prosa de Francisco Umbral, abrumada por el dolor de la pérdida del hijo, traigo aquí esta cita en la que el escritor ve al hijo aprender a leer, irse un poco de su sombra, soltar su mano para salir al mundo, libre y solo a un mismo tiempo.

«Las letras, el alfabeto, la escala de las vocales, el niño, a la sombra de la madre, pájaro ligero por el árbol de la gramática. Salta, va, viene, se equivoca de rama, vuelve a saltar, dice la a, la e, ríe con la i, se asusta con la u, vive.

Por ahí empieza la historia, hijo, empieza la cultura, el mundo de los hombres, ese juego largo que hemos inventado para aplazar la muerte. Las letras, insectos simpáticos y tenaces, juegan contigo como hormigas difíciles. Estás empezando a pulsar las letras, las teclas de un piano que resuena en cinco o diez mil años de historia.

Cada letra tiene un eco de lenguajes pasados, de idiomas milenarios, que tú despiertas inocentemente, como cantando dentro de una catacumba. Eres el paleontólogo ingenuo de nuestro mundo de jeroglíficos. Somos tus antepasados remotos, esfinges egipcias, dioses griegos, estatuas etruscas, dialectos rubios. Me siento -ay- más del lado de la antigüedad que del lado de tu vida reciente. Se me incorpora una cultura de siglos que contempla impávida, fósil, tu pajareo alegre por sobre las losas del pasado. Cada letra es una losa que pisas, cada palabra es una tumba. Estás jugando con el cementerio, como los niños de aquella película, porque las palabras son cadáveres, enterramientos, embalsamientos de cosas. Tú, que eres todavía del reino fresco de las cosas, te internas ahora, sin saberlo, en el reino sombrío de las palabras, de los signos.

Pero los signos y las palabras, para ti, también son cosas, porque estás saludable de realidad, y juegas con las letras como con insectos o guijarros. No sé si vale la pena arrancarte del mundo de las cosas. No sé si vas a perdurar en el mundo de las ideas ni en ningún mundo, hijo, pero asisto, dolorido y consternado, a ese cruce de fronteras, a esa confluencia de atrios que atraviesas alegremente, de la mano de la madre (…).

Mi a no es tu a. Mi a es lúgubre y sabia. Tu a es una nota de luz en tu paladar, en el paladar claro del mundo. Qué juego de luces y sombras. A veces el idioma se cierne sobre ti y me asusto. A veces echas tú sobre él un desconcierto alegre de juego. Qué miedo, qué alegría, qué susto, qué tristeza, verte aprender las letras.»

 

Francisco Umbral: Mortal y rosa