Llueve en San Sebastián de forma inmisericorde. Los viandantes nos pegamos a las casas intentando que el alero nos proteja del chaparrón. Delante de mí camina un hombre mayor, en su mano una rosa envuelta en celofán. También reconozco en esta fila india, a una mujer con una historia trágica. Como citaría Trapiello, «Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela». Ella sufrió un atropello muy grave que le dejó un tiempo en coma. Recobró la consciencia pero nunca volvió a ser la misma. Su marido, muy enamorado de ella, se suicidó hace un par de años. Nadie encuentra una razón coherente para un suicidio pero yo siempre he pensado que él no podía vivir con la sombra en que ella se convirtió.
La mujer se pone a la altura del hombre con la rosa y le dice, qué maravilla que todavía haya hombres románticos. Él se mira la mano con la flor, eh, bueno, ¿lo dices por esto?, sí, sí, responde ella, regalar una rosa es símbolo de amor, qué bonito. Bueno, le regalé a mi mujer una rosa el día de los enamorados pero ya se le ha pochado y ahora, pues le he comprado esta de tela y así no se estropea.
Oh, Dios mío, pienso yo, que sigo andando detrás, pero ella dice, eso, por eso lo digo, fíjate, señal de que le quieres a tu mujer. Sí, dice el hombre entrando a un bar a nuestra derecha, la verdad es que le quiero mucho.
Y así vivimos, que diría Iván.
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