«Y así seguí, hasta que luego, al releer lo escrito, donde esperaba encontrar el fulgor de lo ardoroso y de lo nuevo, encontré solo baratijas sentimentales, remedo de antiguas emociones, rebañaduras de viejos festines, el brillo rutinario de algún hallazgo que proclamaba en sus pretensiones estéticas la insinceridad de lo que se escribe con oficio más que con devoción. Y entonces, mientras miraba tras la ventana, me dije: ¡Oh, no, Dios mío, otra novela no, otra vez no! Otra vez el hombrecillo gris y sus grandes o pequeños afanes, no. Y me sentí de antemano cansado y aburrido de la ficción, de los trucos retóricos, de las frases bien hechas, de las expectativas bien urdidas, de las penosas dudas hamletianas ante un adjetivo o ante el cierre de un párrafo, de la música verbal que acaba siendo canto de sirenas (…)

Y, además, ¿tantas fatigas para qué? (…) ¿Es que no ves que hoy casi nadie lee novelas, o al menos novelas literarias, y que hay placeres y modos de entretenimiento, y ofertas de ocio en general, más fáciles, baratas e instantáneas, y que tú mismo durante estos meses te has entregado gustosamente a ellas, como un niño en una tienda de chuches, feliz quizá sin atreverte a confesarlo? Y no es que uno crea que la novela va a desaparecer, como tampoco desaparecerán el sueño o el recuerdo, que son las formas más divulgadas de narración, pero cada vez habrá menos lectores, y luego menos, y así poquito a poco hasta que se vean convertidos en una especie de secta, como los cristianos de las catacumbas».

Luis Landero: El balcón en invierno