» Y un día escribí mi primer poema, temeroso quizá de estar profanando algo, de haber ido demasiado lejos, de estar comiendo de la fruta prohibida, tímido al principio, y luego ya más atrevido según las palabras acudían solícitas al reclamo de algo oscuro que yo quería decir y que no sabía lo que era hasta que ellas, las palabras, venían a revelármelo. Era como un milagro, como los raptos místicos o las apariciones celestiales, y bastaba concentrarse en algo -es decir, en la Amada siempre inalcanzable, porque ese era mi gran tema, la Amada, que además no existía en la realidad, ni necesitaba existir- para que al rato un vocablo saliera a mi encuentro y surgiese como por arte de magia el primer verso, y luego otro, y otro, y así se iba haciendo real, y palpitaba como con vida propia, lo que sin el soplo creador del artífice no hubiese existido jamás. Ese era el rito, ese era el milagro de la portentosa fecundidad  entre las palabras y las cosas. Ah, las palabras. A veces ocurría que me enamoraba perdidamente de una palabra hasta entonces desconocida y durante varios o muchos de los días vivíamos un amor turbulento, excluyente, febril, y yo escribía poemas donde esa palabra era la protagonista, la estrella invitada, y las demás hacían de teloneras. Palabras como errabundo, cénit, heliotropo, añoranza, inefable, éxtasis, madreselva, doliente, iridiscente, plenitud, taciturno… Y así llegó el día en que me sentí poeta de verdad, hermano menor de Bécquer, solitario y triste como él, elegido por un destino fatal como él, frágil pero también indestructible como él.»

 

Luis Landero: El balcón en invierno