Volví a coincidir en el autobús con esas mujeres que se ensimisman hablando y se olvidan de que media docena de personas estamos escuchándolas, o escuchándola, porque una habla y la otra solo asiente con la cabeza. Voy a tener que cambiarme de sitio para evitar oírlas porque me dejan el alma por los suelos.

Decía que su hijo está díscolo y distante, que no le llama ni responde a sus whatsapps. Que, por lo visto, le ha venido un amigo que vivía fuera y está fascinado con esta nueva compañía. En cuanto tiene alguien de quien se puede colgar, pues, ya está, se cuelga. Y ya ni se acuerda de su madre ni de Rita la cantaora. No ha ido donde el trabajador social que le ayuda ni a ponerse la medicación, ni nada. Y ayer me dijo que sí que ya iba a ir al ambulatorio y de paso venía a comer, pero me dejó plantada, allí se quedaron los macarrones, las pechugas de pollo y todo. ¿Tú sabes si se pueden congelar los macarrones? No es que valgan mucho, pero es que me da pena tirar la comida. Lo que voy a tirar es la toalla, fíjate lo que te digo, me tengo que desenganchar de su vida porque no puedo seguir así. Estoy todo el día pensando en él, y hago mi vida, eh, no te creas, pero no se me va de la cabeza. ¿Va a estar así siempre? ¿Y de qué va a vivir? Porque ahora tiene la ayuda, pero cualquier día se la quitan. ¿Y el piso ese en el que está? No quiero ni pensar, ni siquiera tienen cocina y ¿tú sabes lo que les cobran? Pues por un piso de mala muerte, el dueño igual se saca 2000€ al mes, sí , sí, es una vergüenza. Siempre hay alguien que saca provecho de los débiles.

Y una, que es de natural cobarde, preferiría no saber que pasan esas cosas y que le pasan a gente que coge el mismo autobús. Otro día me bajo antes y me pongo a andar porque me dejó con el desasosiego anidado en el cuerpo para todo el día.