«Mi padre era un ávido lector y estaba orgulloso de su biblioteca. En sus maletas había traído de Londres, como de costumbre, una gran colección de libros. Los asuntos de la empresa lo habían mantenido demasiado ocupado como para desempaquetarlos inmediatamente después de su vuelta, y yo ya sabía que estaba deseando ponerse manos a la obra. Un fin de semana de diciembre, después del desayuno, me dijo:

-Ahora tienes mucho tiempo libre. Ven y ayúdame con mis libros.

Él sabía que disfrutaría haciéndolo, pues nuestras caras reflejaban la misma mirada de satisfacción cuando deambulábamos por la biblioteca, colocando en las estanterías el libro apropiado en el lugar correcto, hablando de ellos mientras tanto, discutiendo sobre los méritos y defectos de cada uno.

La biblioteca estaba en la esquina oeste de la casa, lejos de las salas donde comíamos o recibíamos a las visitas. A pesar de su tamaño, era un lugar tranquilo y en el que se estaba a gusto. Las ventanas estaban abiertas. Fuera, el sol despedía aquella luz que solo estaba presente en Penang: brillante, cálida, potente, capaz de avivar los colores del mar. La brisa agitaba suavemente la casuarina, mientras unos gorriones danzaban en sus ramas agitando las alas frenéticamente (…)

Entonces, se dirigió a una caja abierta y dijo:

-Esto es para ti.

Tomé la pesada caja de sus manos. Había leído sobre la existencia del Bosquejo de la historia de H.G. Wells por primera vez hacía un año en el Straits Times y, desde entonces había estado pidiendo una copia en las librería de Kuala Lumpur y Singapur, sin éxito.

-¿Cómo sabías…? -empecé. Nunca le había hablado del libro.

Él disfrutó de la expresión de sorpresa de mi cara.

Soy tu padre, ya sabes -me respondió, casi disimulando con la alegría de su voz las emociones contenidas en el interior de su sencilla declaración. Sin embargo, yo las sentí y modifiqué consecuentemente mi respuesta para hacerle saber que lo había entendido y para evitar una pérdida de reputación por su parte. Ambos sabíamos lo que el otro había querido decir, y eso era suficiente.

-Gracias -dije-. ¿Puedo leérmelo ahora?

-Ni hablar. Primero vas a ayudarme a colocar esto en las estanterías -contestó.»

 

Tan Twang Eng: El don de la lluvia