Caminaba charlando distraída cuando, al alzar la mirada del suelo, la levedad de una mujer ha atraído mi atención. Llevaba en torno a la cabeza un pañuelo que le caía hasta las cejas, un pañuelo triste bajo el que se adivinaba la ausencia de pelo. Era una mujer delgada, con una delgadez acentuada por las ropas tan grandes que llevaba, una falda larga con vuelo, una chaqueta de cuando aún no estaba enferma. Y el rostro sobre todo, un rostro muy pálido, con los ojos hundidos en dos círculos oscuros y una nariz afilada como la que tenía mi madre unos días antes de morir.

He perdido el hilo de la conversación y, sin querer, he pensado que no le quedaba mucho tiempo de vida, que llevaba la muerte pintada en la cara y que ella lo sabía y me ha invadido una gran tristeza, porque cuando no tienes futuro, ¿cómo se vive el presente? Quizás si eres religioso tienes esperanza en otra vida, pero si no crees en el paraíso ni en vírgenes esperándole a uno (¿a las mujeres les esperarán apuestos mancebos?), sabes que se acaba todo y es difícil concebir que el mundo seguirá sin uno y que los que te quieren verán este mundo rodar igual sin la persona que lo era todo para ellos.

No es bueno dejar que la mente discurra libre porque a la que te descuidas se pone trágica y te coloca al borde del abismo, aunque, si la controláramos, ¿de qué vivirían los sicólogos y los siquiatras y los gurús del mindfulness? Y claro, más paro no nos hace falta… y ya, ya lo dejo.