«Las mañanas estaban dedicadas al español. Durante cuatro horas, cuatro arduas horas que la dejaban con dolor de cabeza y una tensión de porteadora en los hombros, Elaine desentrañaba los misterios del nuevo idioma frente a una profesora de botas de jinete y suéteres de cuello de tortuga, una mujer seca y ojerosa que solía traer a la clase a su niño de tres años porque no tenía con quién dejarlo en casa. A cada resbalón con el subjuntivo, a cada género mal utilizado, la señora Amalia respondía con un discurso. «¿Cómo van a trabajar con los pobres de este país si no les entienden?», les decía apoyándose con dos puños cerrados en su mesa de madera. «Y si no logran que les entiendan a ustedes, ¿cómo quieren ganarse la confianza de los líderes comunitarios? En tres o cuatro meses, algunos van a estar llegando a la costa o a la zona cafetera. ¿Creen que los de Acción Comunal van a esperar a que busquen las palabras en el diccionario ¿Creen que los campesinos se van a sentar en la vereda mientras ustedes averiguan cómo se dice la leche es mejor que la aguapanela?» Pero en las tardes, durante dos horas en lengua inglesa que en el programa oficial aparecían como American Studies y World Affairs, Elaine y sus compañeros recibían conferencias de veteranos de los Cuerpos de Paz que por una u otra razón se habían quedado en Colombia, y de ellos aprendían que las frases importantes no eran las que hablaban de la aguapanela o la leche, sino unas bien distintas cuyo ingrediente común era la palabra No: No vengo de Alianza para el Progreso, No soy agente de la CIA y, sobre todo, No tengo dólares, qué pena con usted

Juan Gabriel Vásquez: El ruido de las cosas al caer