A mi padre no le gusta hablar de la guerra, pero cuando insistimos nos cuenta que en el frente de Teruel vivían como perros y trabajaban como burros. Había que echar mano de los más diversos ardides para vivir el día siguiente, gracias a Dios él resultó tener más vidas que un gato. Tenía un compañero gallego que cuando caían las bombas era cobarde como una gallina, aunque luego con el teniente se hacía el gallito. Al principio se llevaban como el perro y el gato, pero poco a poco fueron aprendiendo el arte del camaleón y el disimulo y formaron una alianza, pues el teniente era un cerdo y un gusano a la vez, más terco que una mula y despreciable como un buitre. Mi padre y su amigo se enseñaron cosas mutuamente, pues a veces convenía ser muy zorro y otras esconder la cabeza, como las avestruces.
Soñaban con que acabara la guerra para volver a ser libres como pájaros y también con tener memoria de pez para no recordar tanta miseria. Pasaron más hambre que un lobo, hicieron el mono para entretener las tardes y el estío, se tragaron más de un sapo y, por si las moscas, vigilaban como hienas cuando el silencio era demasiado espeso.
Hasta llegaron a pensar que se estaban haciendo a la guerra, que unos años más y se sentirían como pez en el agua porque, como dice mi padre, que el Señor no nos dé todo lo que somos capaces de aguantar.
Comentarios
La sabiduría popular del refranero recomendaba para transitar en épocas difíciles: «Pisada de buey, ojo de halcón, diente de lobo y… hacerse el bobo».
Hoy se podría escribir todo un manual de autoayuda con ese refrán, Juanjo. 😉
Un saludo.