Hace virguerías con tres palos en la acera, los lanza al aire y juega con ellos a la espera de que su actuación sea merecedora de alguna moneda. Es alto, muy delgado, algo desastrado pero con unos brillantes ojos verdes. Paso y me saluda, «Hola, guapísima, ¿una moneda?». Mi respuesta en estos casos es siempre incoherente y contradictoria. A veces echo unas monedas, otras tantas paso de largo, eso sí invariablemente me justifico pensando que en Gipuzkoa existe la Renta de Garantía de Ingresos y numerosas ONG a las que podrían recurrir, aunque el Pepito Grillo que llevo dentro también me dice que seguro que lo necesita más que yo y que qué pobre. Pero esta vez me pilla con el paso cambiado y paso de largo, aunque hago algo que suelo hacer, les miro a la cara con un gesto que pretende expresar ‘no te doy nada pero te reconozco como ser humano’. El malabarista, ya como a cinco metros de distancia, me grita divertido «¿Y un piropo?», me entra la risa y antes de darme cuenta de que va a ser mi primer piropo a un tío en la calle le grito: «¡Guapo!» y él se ríe y a mí me dura la sonrisa sus buenos 50 metros. Qué cosas pasan solo por andar por la calle.