Era rubio, de pelo lacio y unos enormes ojos almendrados. Tendría unos cuatro años aunque ya sabía estar quieto. Desde la esquina de la mesa miraba fijamente a su madre, una chica muy joven que jugaba con un bebé que tenía en brazos. Ella acercaba el bebé, una niña, a la cara del abuelo y luego se daba la vuelta rápidamente. Se acercaba y se alejaba mientras la niña reía al tender sus bracitos para tocar la nariz del abuelo.

El niño contemplaba absorto el juego. Parecía comprender todo su significado y sobre todo lo que suponía para él. He ahí a mi hermana, tan pequeña que aún no sabe andar ni hablar y ya está concentrando el interés de quienes más quiero. Nada volverá a ser como era cuando solo estaba yo. Apenas acaba de nacer y ya todos están pendientes de ella. Así continuó la escena unos minutos durante los cuales la única que reparaba en la atenta mirada del niño, el dinosaurio de su mano suspendido en el aire, era yo.

Después comenzaron a prepararse para partir, el abriguito de la niña, la chaqueta de la madre, la americana del padre. Intercambiaron besos y la joven pareja se fue con el bebé. En la mesa quedaron los abuelos y el niño de ojos grandes y almendrados, ahora concentrado en el dinosaurio, quizás su amigo invisible.