Cuando todos pensábamos que el teléfono había acabado con la costumbre de escribirnos los unos a los otros, llegó el correo electrónico y con él volvió la comunicación escrita. Cierto que había gente con cierta resistencia a escribir pero, en general, supuso un aumento importante de las comunicaciones escritas.
Pero he aquí que llegaron los smartphones y se acabaron los correos electrónicos, aunque no la escritura. ¿Se hubieran ustedes imaginado a una legión de adolescentes tecleando sin parar? Nunca, y sin embargo así es. Teclean con la velocidad del rayo, sus dedos ágiles vuelan por el teclado diminuto. Algunos les reprochan que se comen las vocales (como hace el árabe), o que adoptan un signo gráfico para un fonema (k, por que), lo que ya hacían otros códigos para escribir más rápido, como la taquigrafía o la estenotipia. Si lo pensamos bien, no hacen nada que no hayamos hecho los demás antes de la llegada de los móviles.
Vean en esta cita cómo se lamenta el académico José de Selgás y Carrasco, en 1869, en el discurso de su ingreso en la Real Academia Española por los cambios que introduce el telégrafo en la lengua:
«Parece que las partes de la oración han roto todos los vínculos que las unen entre sí, y las oraciones, bárbaramente mutiladas, salen del impasible mecanismo desfallecidas, sin color, sin fuerza, sin vida, como si se escaparan de los agudos garfios de un terrible tormento.»
¿A que podríamos decir otro tanto de los mensajes de WhatsApp? Pues eso, nada nuevo bajo el sol.
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