Quizás no somos conscientes del poder de las palabras, pero hay casos en los que la palabra usada para denominar una realidad cambia la realidad misma. No hace tanto el asesinato de una mujer a manos de su pareja recibía en los medios la calificación de «crimen pasional», donde ya se estaba adelantando la excusa de la pasión para la violencia ejercida por el hombre.

Hay una canción que cantaba Joan Báez, «El preso número nueve«, en la que se cuenta la historia de un preso condenado a muerte por matar a su mujer y al amante de esta. El asesino es el protagonista de la canción, la víctima, el engañado, y esta es parte de la letra:  «Dice así, al confesor, los maté, sí señor, y si vuelvo a nacer, yo los vuelvo a matar. Padre, no me arrepiento, ni me da miedo la eternidad. Yo sé que allá en el cielo el ser supremo me ha de juzgar. Voy a seguir sus pasos, voy a buscarlos al más allá. El preso número nueve era un hombre muy cabal, iba en la noche del duelo muy contento en su jacal, pero al mirar a su amor en brazos de su rival, sintió en su pecho un dolor y no se pudo aguantar».

Fue una canción muy popular, y muy progre puesto que la cantaba Joan Baez, que todos cantábamos (empezando por la que suscribe) sin darnos cuenta de la barbaridad que repetíamos.

Hay un buen trecho, por lo tanto, entre calificar de «crimen pasional» o de «violencia machista» al mismo acto. El primero implica que la pasión es algo privado mientras el segundo concepto expresa que la violencia de un grupo más fuerte sobre otro es una cuestión social y punible. Y de aquellos polvos, estos lodos.