«Desde hace muchos años el diccionario que uso, siempre sobre mi mesa, no es el de doña María Moliner, ni el de don Julio Casares, del que por práctico he tirado mucho, ni siquiera el inevitable y benemérito de la RAE, sino uno, muy viejo ya, pero todavía en tratos, de Saturnino Calleja, que lleva por título Diccionario ilustrado de la lengua castellana. Es para mí como unas botas viejas, probadas en mil caminatas, tanto más fieles cuanto mejor cosidas. Alguna vez he escrito de ese libro y de la compañía que me ha dado en tantos años. Se publicó en 1919, hace casi un siglo, de modo que muchas de las palabras que usamos ni siquiera vienen en él, y otras, que sí se incluyen, ni las usamos ni sabemos ya qué significan. No importa, porque para un caso están la calle y la vida, tan generosas e imparables siempre, y para el otro, la literatura de los maestros, los demás diccionarios y nuestra memoria. Cuenta el de Calleja además con casi dos mil pequeños grabados al acero que caucionan el texto, y con los que no es difícil enseñar y creerse que seguimos aún en la edad de los sueños, o sea, en la infancia, en el furtiveo.»

 

Andrés Trapiello: El arca de las palabras