Este blog ha sido una sorpresa para mí. Probablemente no se ha notado pero he crecido mucho con él, me he atrevido a bajar la guardia, a mostrar mis sentimientos, a dejar que lo más profundo salga a la superficie. Un día ha sido hablar de un hijo, otro de la melancolía que produce una ausencia, un tercero habla una del desasosiego y así este trocito de virtualidad, pensado para escribir de algo aséptico y objetivo como el lenguaje, ha recogido sentimientos y emociones. Dicen que para escribir hay que saber exponerse. Yo no sé si estoy aprendiendo a escribir pero sí estoy aprendiendo a exponerme. Esto que cuento hoy es una deuda, no con él sino conmigo.

Si empiezo un libro pienso en contárselo. Si llego sola a una ciudad nueva sé que sería distinta si estuviera a mi lado. Si paseo por la orilla del mar me pongo a hablarle aunque no esté. Busco su mano en cuanto doy dos pasos. No creo en las medias naranjas y mucho menos en los príncipes que rescatan princesas, ni siquiera me gusta Amaral cuando canta «sin ti no soy nada» porque siempre he sido una mujer que se quiere libre, pero también sé que él y yo juntos, como decía Benedetti, somos mucho más que dos.

Y pienso por qué y se me ocurren palabras grandes como rascacielos, es honesto, es fuerte, es generoso… pero quizás solo sean esa sonrisa socarrona que le define mientras los ojos se le achican como rayas de persiana, o esa alegría innata que desprende su presencia. Es alguien a quien nada le es indiferente, un tipo que no se entusiasma con lo último que encuentra pero que es capaz de poner en marcha él solito un hospital de campaña si se lo propone. Ayuda a diestro y siniestro como si fuera lo más normal del mundo y ha sido el motor de la vida de muchos. Y, sin embargo, lo que más me gusta de él, lo que sin duda me mantiene a su lado es el olor de ese hueco que se dibuja entre su cuello y su hombro. Si pudiera elegir un lugar donde morirme, sería ese, acurrucada ahí, con los ojos cerrados y mi mano en la suya.