M se despierta asustado, recién salido de un sueño poblado de monstruos, brujas y fantasmas. Se sienta en la cama sudoroso y grita pidiendo auxilio, buscando una figura humana que le confirme que el horror solo es un sueño.

A M hay que ayudarle a dormir todas las noches, sosteniendo su manita entre unas manos grandes, transmitiéndole calor y un hilo de vida que le mantenga atado a este mundo. Los niños deben pensar que dormir es un poco como morirse y temen abandonar, siquiera por unas horas, un mundo que tantas sorpresas tiene guardadas para ellos.

Corro a coger en mis brazos su cuerpo blandito y él acomoda su cabeza en el hueco de mi cuello, los brazos abandonados, relajados y mullidos y extrañamente despierto me dice, “Ama, eres el mejor de mis sueños”. Y es como si me dijera “eres Batman y Superman y el hada madrina todos juntos”. Y entonces crezco y crezco hasta tocar el techo con la cabeza y hasta podría alcanzar el cielo con las manos y el momento se vuelve mágico y pienso que ya no voy a poder dormir después de una declaración así.

M, en cambio, se duerme instantáneamente en mis brazos, tan poderosos que pueden con todo, confiado y desvalido a un tiempo, y yo me quedo junto a su cama en estado de gracia, los ojos fijos en él pensando cómo conservar el momento, cómo volverlo a vivir. Y en un instante siento que se justifican todo el dolor y la vulnerabilidad que un niño trae bajo el brazo, y las noches y los días junto a su manita asustada o su frente ardiendo y cómo entender la vida sin su sonrisa y cómo hacer para conservar sus ojos siempre riendo.