Vinieron los árabes y decidieron quedarse. Era este un país bárbaro en el que tenían mucho trabajo por hacer, pero también un país precioso en el que pasar unos cuantos siglos. Como uno cuenta la historia como le conviene, yo me enteré de que este era un país muy atrasado con respecto de la cultura árabe leyendo La judía de Toledo, de Lion Feuchtwanger, libro que si no han leído ustedes les recomiendo encarecidamente.

El caso es que los árabes construyeron acequias y norias con las que regar los productos que sembraron: alcachofas, zanahorias, alubias, berenjenas, aceitunas, naranjas y sandías, entre otros. Cultivaron también algodón con el que tejer ropa en general y albornoces en particular, además de las fundas de las almohadas, que se ponían a orear en el alféizar de la ventana o en la azotea.

Los árabes eran excelentes alfareros, albañiles y alquimistas y también alguaciles, alcaldes y albaceas; le dieron nombre al almacén, al alquiler y hasta a la ciencia de los números, el álgebra. Y, ellos, que tienen prohibido el alcohol en muchos de los países de religión musulmana, nos regalaron el término todo para nosotros. Nos dejaron mezquitas y acueductos, zocos y alcazabas, almonedas y barrios.

Dieron nombre al alférez, al alfiler y a las alfombras y por dejar, hasta nos dejaron conservar el castellano. Trufado de nombres árabes, eso sí.