Me cuenta mi hijo que sale con una chica que vive en la calle. ¿Y cómo es posible que una chica joven viva en la calle? Bueno, es que se ha ido de casa y no quiere volver porque es muy orgullosa. Pongamos que le creo. Los dos se pasan el día en Tabakalera donde no hace frío y pueden cargar los móviles, aspecto este último quizás más importante que el primero. Dice mi hijo que ella tiene unos ojos preciosos y es cierto porque he visto fotos en Instagram.

Mi hijo tiene un extraño don para encontrar y unirse a espíritus perdidos como él. Y ya si el espíritu tiene unos preciosos ojos verdes, pues qué les voy a contar, crece en él la ilusión de haber encontrado a su media naranja, la persona definitiva. Inútil explicarle que no le están tratando bien, que es una relación tóxica o lo que sea que suceda con esa persona en concreto en ese preciso momento. Él tiene que sufrir a conciencia o encontrar a otro espíritu perdido antes de ser capaz de decir hasta aquí hemos llegado.

Mi hijo tiene un agujero dentro, una sima inmensa que no se llena nunca. No hay en el mundo suficiente luz para alumbrar su interior, no hay suficiente sol para calentar su pecho, siempre en busca de la luz y el calor que le faltaron de pequeño. Siempre en marcha hacia ningún sitio.