Para Begoña I., para que no se olvide de apuntar esas palabras del euskera de Ondarroa que todavía dice su madre. Porque entonces pasarán de palabras olvidadas a palabras resucitadas, como estas que Trapiello busca y recuerda con tesón.
«Hace unas semanas encontré, en uno de los cinco o seis libros de costumbristas madrileños que estaba leyendo entonces, la palabra que nombra esos silbatos hechos del hueso o cuesco del albaricoque. Viene en el Drae. Era tan bonita, sencilla y expresiva que no consideré necesario trasplantarla a mi vivar o semillero particular. A los pocos días, tratando de recordarla, ya la había olvidado. Me asustó la perspectiva de pasar otros diez años neurótico, buscándola, como aquellas «babas de buey», encontradas en un relato de Unamuno (para significar la docilidad y buena disposición de alguien al que se lleva prendido de uno de esos hilos de tela de araña sueltos o hebras de seda que van flotando en el aire, también llamados «hilos de la Virgen»), y perdidas luego durante diez años. Y cuando se busca algo genuino, nada molesta tanto como los sucedáneos: silbato, chiflo, pito. Me la ha devuelto el rastreo del historial de las entradas en internet. «Pues menos mal que la has encontrado, querido A., porque no es nada fácil localizar una palabra en el diccionario a partir de su significado», me escribe mi amigo académico, a quien yo había acudido con mi tragedia y que también había fracasado en la búsqueda. Yo fabriqué muchos de esos güitos en mi infancia, raspándolos contra una pared o en el cemento de la acera. En el siglo XIX esa era una palabra de uso común, porque comunes eran tales silbatos: en aquellos años la mayor parte de los niños no tenían otros juguetes con que entretenerse que aquellos que ellos mismos podían fabricar: espadas de palo, tirachinas, peonzas, canicas, chapas, tablas con cojinetes… Los güitos llegaron hasta nosotros, pero se ve que la palabra había muerto un poco antes. Muchas palabras mueren, sí, pero, ¿y las que resucitamos?»
Andrés Trapiello: Mundo es
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