Es el día de su cumpleaños, un día inadecuado para empezar con una cita con la trabajadora social. Ha sido una entrevista tan difícil de conseguir que, nerviosos como estamos, llegamos casi media hora antes. Tirar de mi hijo significa necesitar una red en torno: bregar con trabajadoras sociales, con sicólogos, siquiatras, funcionarios de las instituciones… unos mejor encarados que otros, unos menos cansados que otros. Nosotros nos sentamos en sus mesas y desgranamos nuestras cuitas. Siempre difíciles, siempre sonando a queja. Y ellos asienten y preguntan y preguntan y nunca se cansan de preguntar. Y a veces las preguntas incomodan, otras quiebran la voz, pero siempre respondemos, yo más obediente que él, porque necesitamos su ayuda.

Hoy, el día de su cumpleaños, la cita ha sido desesperante e improductiva. Simplemente nos ha desviado a otro estamento después de tenernos una hora explicando cómo y por qué y cuándo. Cambiamos de ciudad y cumplimos con los requisitos necesarios pero no hay ninguna plaza, están agotados todos los recursos, nada que hacer. A veces lo llevo bien, es lo que hay, me digo, pero otras me desespero. Hoy es uno de estos últimos días. Llamo a otra trabajadora social y a la Diputación y a un recurso de vivienda pero o no es factible o están de vacaciones o hay que esperar un par de meses.

Y después nos vamos a la pizzería porque es su cumpleaños. No tenemos mucha hambre porque estamos exhaustos, pero para salir del paso nos decimos que el año que viene será mejor, metemos la cabeza en el menú y pedimos risotto, raviolis, pizza… Y al terminar la comida y volver a casa, nos damos cuenta de que se nos ha olvidado hacernos ese selfie que nos hacemos todos los años. En qué estaríamos pensando.