Mi hijo empezó a trabajar en una empresa que contrataba enfermos mentales. Se trataba de uno de esos talleres que monta aquí la gente. Sí, sé que suena como si fuera algo que se hace cada dos por tres, pero es que en esto tengo una opinión muy elevada del carácter emprendedor de los vascos. Una familia con un hijo enfermo mental para el que no encuentra acomodo laboral tropieza con otra familia en la misma situación y se proponen crear un taller que dé trabajo a sus hijos. Poco a poco van poniendo el taller en marcha, recaban ayuda de las instituciones y ven con alegría que pueden dar trabajo a más gente.

Cuando conocí este proyecto trabajaban en él 34 personas, todas enfermos mentales con diversas patologías pero con un objetivo común: conseguir que estén ocupados, que tengan un sueldo, que se relacionen y salgan de casa. Trataban de acomodar el trabajo a la necesidad de cada uno, algunos preferían trabajar al aire libre, otros realizar tareas repetitivas… Cada hora paraban cinco minutos para descansar y no estaban mal pagados.

Esta empresa se dedicaba a las más diversas y variopintas tareas: destrucción de documentos confidenciales, fabricación de urnas de las que se utilizan para depositar cenizas, limpieza de panteones en el cementerio, reciclar baterías coche… Llegué a ellos gracias a una trabajadora social. Me reuní un par de veces con el «jefe» y le llamé otras tantas. Conseguí que se entrevistara con mi hijo y que al final se apiadara de mí. «Si tienes este trabajo es gracias a tu madre», le dijo a J, cuando lo que yo creo que quería decir es «gracias a la pesada de tu madre».

Lástima que mi hijo solo durara un par de semanas en él. Menos tiempo del que me costó a mí conseguirlo.