«Merma en la carrera de la edad la propensión al entusiasmo; pero tú, amiga lengua castellana, la más firme y duradera de mis pasiones, me acompañas en la vigilia y en el sueño con tu poderosa fuerza cautivadora.

Me fuiste dada sin elección, como tampoco nadie elige la hora ni el lugar de su nacimiento, ni aun el lance aleatorio de nacer. Y aunque descienda a los orígenes de mi memoria, donde todo se confunde en cálida, cerrada oscuridad, no te recuerdo posterior a la leche materna. Me costaría admitir que fueras menos natural que mis manos, menos necesaria que la respiración.

Con humildad vestida, tiznada de errores y palabrotas, te hablábamos en el arrabal donde nadie había, que yo sepa, en cuya boca hubieran podido embellecerte las galas de la cultura. Menesterosa de vocabulario, nos servías en la expresión de los asuntos cotidianos. Decías sin adornos nuestras preocupaciones, ponías en palabras sencillas, con olor hogareño, nuestras modestas felicidades y, llegado el momento, nos ayudabas a manifestar esa cosa íntima que no por dicha con llaneza pierde tamaño: la ternura.

Los libros que frecuenté de joven con febril curiosidad me depararon aquel prodigio del cuento clásico. Descubrí con ayuda de las letras magnas que la moza pobre de mi barrio era una princesa sonora. Asistí a la transformación paulatina de sus greñas en hermosa cabellera, de su rota y sucia indumentaria en elegante vestido, de su cándida y desmañada simplicidad en elocuente hondura.

Te he visto ser a un tiempo señora fina y labradora robusta en un lugar de la Mancha. Quevedo te hizo idioma de difuntos por dominio sin retorno en que ardería después la canícula de Rulfo. Eres blanca en el cisne de Darío; en el verde de Góngora campo, cristal sinuoso, y has callado a gritos fieramente humanos. Fuiste enamorada en los cauces de lava de Neruda. Moriste porque no morías. Moriste en París con aguacero y desangrada en Sevilla, junto al río, porque eran cuatro puñales y tuviste que sucumbir.

Y de tanto morir sigues viva en tu perfil oral y en tu melena escrita que ondea a uno y otro lado del océano, dando rumbo a la experiencia comunicativa, a la imaginación y el canto de tantos que te servimos torpemente sin por ello dejar de venerarte, maravillosa lengua castellana, compañera del alma, compañera.»

Fernando Aramburu: Autorretrato sin mí