Esa preciosa canción mejicana que es «Volver, volver» dice en una de sus estrofas: «yo sé perder, yo sé perder… «. Y ese, creo yo, es uno de los mayores aprendizajes de la vida, quizás el más difícil. Porque a lo largo de la vida perderás personas queridas, algunas porque encontraron la muerte, otras porque un malentendido las apartó o simplemente tomaron un camino distinto… Se pierden la juventud y la belleza, a menudo lo único que los demás ven en ti. Se pierde la inocencia y algunos también pierden, con el paso de los años, la ilusión.

Perdemos sin parar, constantemente, perdemos las ganas de aprender y la confianza ciega en el primero que se dice nuestro amigo. Por perder, perdemos hasta el deseo de cambiar el mundo, sabedores del tamaño inmenso de la tarea. Las pérdidas son para algunos una resaca de amargura con la que se visten cada mañana, mientras para otros son un pozo de resignación y una excusa para la pasividad.

Yo recuerdo haber escuchado cantar a Mercedes Sosa eso de «que la vida no me sea indiferente, que la reseca muerte no me encuentre indiferente…»  y pensar que lo que no me gustaría sentir en la madurez de mi vida es que había pasado «sin haber hecho lo suficiente». Porque si algo creo firmemente es que la peor de todas las pérdidas es perder las ganas, mostrarse imperturbable frente al dolor ajeno y descreído de la acción propia. Vivir sin ganas se me antoja una forma de morir en vida, un vivir sin saber siquiera para qué respira uno, así que echémosle ganas porque cada día tiene su afán. Y cuando tiene mérito es cuando uno lo encuentra a los ochenta y cinco años, a los diecisiete está demasiado fácil.